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MIRADAS OPROBIOSAS

. martes, 20 de octubre de 2009
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Bajo el sol abrasador de la tarde salió la procesión fúnebre de la funeraria de Maimón, Bonao, hacia una iglesia que queda a unos escasos 300 metros, donde se celebraría una misa en honor a la fallecida para luego pasar a enterrarla. Mientras caminábamos por el medio de las calles recién asfaltadas y recién picadas (las asfaltaron antes de hacer el acueducto y luego tuvieron que picarlas para poner la tubería), detrás de la carroza fúnebre, como es costumbre en los entierros dominicanos, los vehículos acompañaban los sollozos de los familiares y amigos de la difunta con bocinazos de desespero, mientras los motoristas aprovechando la ventaja de su tamaño pasaban entre nosotros. En medio del bullicio, el calor, la tristeza de los dolientes y el polvo de la calle, imaginé que no habrá faltado quien mirara al cielo en búsqueda de consuelo. Por curiosidad, levanté la mirada, quise saber que hubiera encontrado aquella persona. No se sorprenda el lector si le digo que lo que había arriba no era ni Dios, ni los ángeles, ni siquiera los santos.


Eran otros. Nos miraban fijamente, a todos los que participábamos en el entierro, a los peatones, a los curiosos, a los conductores, a los que estaban sentados en las galerías de sus casas. Nos miraban con desprecio. Nos juzgaban, nos sonreían con hipocresía. Sus caras, deformadas y reformadas por la magia de la tecnología, estaban por doquier, llenaban los espacios, y una clara idea se formaba en mi mente mientras era sometido a un escrutinio pormenorizado por parte de las imágenes de los candidatos o precandidatos de Maimón: ni siquiera en la sepultura es posible escapar de las horribles caras de la escoria que azota nuestro país. Ni si quiera la santidad del entierro de una madre por sus hijos y una treintena de allegados y amigos se salva de ser profanada por los carteles que contaminan el paisaje de nuestras desfiguradas ciudades y nuestros malogrados pueblos. Entonces, aturdido y sonsacado baje la mirada, la posé sobre el carro fúnebre que ahora se detenía frente a la iglesia, y me resigné.


Doña Cristina Rodríguez, a quien no conocí en vida y a cuyo entierro asistí para acompañar a una de sus hijas quien muy amablemente me hospedó en su casa durante más de tres meses durante este verano, tuvo que ser despedida por los suyos ante la oprobiosa mirada y la indeseada compañía de personajes, como Ramón uno de los tantísimos candidatos a algo que han secuestrado nuestro espacio visual.


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